Los pueblos que olvidan su historia corren el riesgo de repetir sus errores y sus fracasos. Es algo que debemos tomar muy en cuenta cuando surgen cantos de sirena que pretenden hacernos creer que tienen en sus manos soluciones mágicas a los problemas que atraviesa nuestro país.
Durante las dictaduras de los años setenta y ochenta, apenas tomaba el cargo el dictador, una de sus primeras labores era la renovación total del Poder Judicial. Desde la Corte Suprema de Justicia hasta el último juzgado del país. No solo que los cargos de magistrados y jueces eran un botín político de primer nivel, sino que garantizaban una plena sumisión del sistema judicial a los manda-tos del dictador y su entorno.
Posteriormente, con el advenimiento de la democracia, y como la Constitución de 1967 establecía un procedimiento para la designación de los funcionarios judiciales desde el Poder Legislativo, los partidos liberales, aquellos que impusieron los acuerdos de gobernabilidad, echaron también sus tentáculos al Poder Judicial.
Es así que la designación en la Corte Suprema, por entonces cabeza del Poder Judicial, era una repartija de los cargos de ministros en función de la fuerza de cada uno de los partidos aliados o de los que eran necesarios para lograr los votos suficientes en el Legislativo. Así, de los doce ministros que había en ese entonces, pertenecían al MNR, a ADN o al MIR.
Gran parte de la etapa neoliberal se mantuvo esa distribución, de acuerdo a la presencia de cada partido en determinadas regiones. Por Santa Cruz los ministros solían ser del MNR y ADN; en tanto de Cochabamba, La Paz o Potosí se podían encontrar ministros del MIR. De esa manera se conformaba ese órgano colegiado encargado de la administración de la justicia al más alto nivel.
Luego de la reforma judicial impulsada por el Banco Mundial durante los años noventa, que dio lugar a la creación del Consejo de la Magistratura y del Tribunal Constitucional, la modalidad de elección no varió. Así, en 1997, la Corte Suprema fue